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La Alameda

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Por supuesto que era un milagro que la Alameda siguiera viva. Como un niño en medio de un cruce de disparos, como un jardín en una ciudad bombardeada, todos nos preguntábamos cuánto tiempo más se mantendría en pie ese reducto del descuido, de la indiferencia en una capital que sacrificaba cada vez más calles a la idolatría del dúplex y el centro comercial. Pieza de museo, reserva urbana de la biosfera, la Alameda de Hércules supuso durante décadas ese retiro espiritual que Horacio y Fray Luis hubieran elegido para apartarse del mundanal ruido, o de las groserías y las vejaciones con que las ciudades modernas lastiman a toda conciencia bien educada. Parecía paradójico que en pleno casco histórico, a la distancia de un paseo de La Campana, sobreviviera esta burbuja de aceras cuarteadas, patios sucios y señoras de vida dudosa asomadas a los porches con los cosméticos arruinados por un mal despertar, como todos. Las casas achaparradas se subían unas sobre otras igual que niños que tratan de ver las carrozas de una cabalgata, los comercios exhalaban un olor a invierno viejo, a estanco, a salita de jubilados, que absolvía al paseante del apresuramiento y la urgencia que palpitaba en otras partes menos pacíficas de la ciudad. Recuerdo que yo tenía un perro, que el perro enfermó y que fuimos hasta la Alameda a concederle el alivio definitivo de las agujas. La Sociedad Protectora de Animales se hallaba agazapada en una esquina, entre un taller donde se reparaban viejos dinosaurios en blanco y negro y un café con mesas tatuadas por las fichas de dominó. Mi perro murió mientras anochecía, mientras en el aire se elevaba una fragancia incierta a café demasiado caliente, a gasolina quemada, la fragancia de la vida de la que él acababa de quedar excluido. Y desde entonces he asociado este barrio condenado de Sevilla a esa extraña dicotomía, a la agonía y el éxtasis, a ese lugar improbable donde la vida, mientras se extingue, ofrece sus mayores fastos, intentando convencer a quien no quiere oírla de que todavía le quedan las mejores cartas por jugar.



La historia de la Alameda ha sido la de un dilatado crepúsculo, una enfermedad que todos sabíamos adónde debía conducir pero que nos ilusionábamos por paliar con absurdos balones de oxígeno. El hormigón no perdonaría, la ley del suelo, el cristal y el acero impondría su criterio sobre el descampado, sobre la esquina a salvo de escaparates en que permitir mear al perro o jugar a la rayuela. Primero fue la liquidación del mercadillo, que convirtió los domingos en recintos más angostos y negó a las basuras una segunda oportunidad; luego la tala de los árboles y la erradicación de las hojas secas que, sobre el pavimento, hablaban de novias y otoños remotos; luego la lenta infiltración, el contagio, la mutación casi imperceptible de rincones en donde de repente, con el sigilo de un tumor, aparecía la sucursal de una cadena de cafeterías, crecía un gran almacén, se clausuraba una trastienda. Casi sin darnos cuenta la Alameda fue marchándose, huyendo por el desagüe, colocándose esas ropas de señorita respetable y perfectamente carente de interés que define a otros barrios del centro donde impera el triduo y la chaqueta cruzada. Por fin, las obras acabaron por apuntillarla: entre vallas, escombros, martillos hidráulicos, los bares fueron adelantando sus horas de cierre y la cerveza se volvió más lánguida sobre barras donde ya no sonaba la misma música. Hoy la Alameda es sólo un fósil de sí misma y la policía interviene cada vez que un tipo de pelo largo comete el despiste de ponerse a hacer sonar un tambor o alguien perpetra el crimen imperdonable de salir del bar para saludar a un amigo con un vaso en la mano. Era previsible; sabemos, porque el mundo nos lo enseña diariamente, que lo peor y lo previsible siempre coinciden, pero aun así nos cuesta resignarnos. Los vecinos quieren descansar, exigen que no se les moleste, y yo no lo discuto: lo más deseable, siempre, es descansar, no ser molestado, retirarse, huir de la monotonía y del tedio de calles que se perpetúan en un continuo plagio de sí mismas. Huyamos: aunque sea a los territorios perdidos de la nostalgia, a los perros y los barrios que murieron.


LUIS MANUEL RUIZ

DIARIO EL PAÍS 26-07-2007

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