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May llevaba

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May llevaba 17 años buscando el sol entre las nubes. Aunque, de algún modo, podía permitírselo. Su condición de mendigo le preservaba de todas aquellas obligaciones a las que uno cree que debe de aferrar su alma. A diferencia de otros iguales que él, May intentaba llegar temprano al comedor, excepto cuando la triste noche le empujaba a olvidar y la bebida le convencía de que era una locura ponerse en pie para intentar creerse una persona que aún no había tirado el resto de su vida por la borda. Pero él se esforzaba y pretendía no acabar en “el charco”. Aquel mendigo que vio hace años fue lo más duro de engullir de toda su vida. Hacía ya siete años de eso y siempre que cerraba los ojos en la penumbra lo recordaba. El cuerpo huesudo servía de putrefacto cóctel a los perros que, también mendigos, escapaban a la muerte con un mínimo de carne engullida. Con los ojos bien abiertos May contempló paralizado la escena. Dio un paso atrás y no se atrevió a apartar la vista del cuerpo. Su mente estaba masificada de versos piadosos y el pedía, impaciente, una explicación. El resto de sus días estaban condenados a ser de los más tristes en su, ya de por si, triste existencia. Ahora su mente estaba ocupada con un itinerario de almas degradantes que rezaría por poner a salvo. Él, desde fuera, podía ver el efectivo resultado de las jeringuillas que transforman el placer en dolor, de la soledad de quienes creen estar acompañados, de los jóvenes que han cortado sus alas para pasar a pie por el océano. Odiaba el peligro al que continuamente estaba expuesto y no había manera de hacerlo desaparecer. Él no podía encontrar un trabajo, tampoco un hogar que no fuese para los de su misma especie, ni siquiera podía encontrar un amigo. Uno de esos por los que serias capaz de emprender el mayor viaje por tus adentros. Para eso no hay billete de vuelta. En ese momento comprendes el significado de ciertos conceptos que durante toda la vida no han dejado de ser más que un adorno para las otras. A May no le gustaba soñar, cada noche rezaba por no hacerlo sin caer en la cuenta de que el mismo hecho de rezar es una especie de sueño. “Los sueños son y serán por siempre una tortura. Dejan el alma extasiada, débil y susceptible a cualquier despertar ardiente en deseos.”

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